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lunes, 25 de octubre de 2010

Fusil de Rosas. In memorian. Ernesto CHE Guevara. Por Marta hrybowicz

In memoriam
(09-10-67/09-10-10)
Fusil de rosas

Octubre boliviano. Semana final.
Primer día.
En la altura selvática, hombres húmedos caminan. Un bosque alberga el campamento. Disparos perfuman de pólvora el aire. Darío fue a buscar agua clara. Pacho aguarda. Eustaquio fuma. Chapaco hierve en aceite la carne. Todos comen.
Él escribe, estratega que no se quebranta, galopando con Felipe poeta.

Segundo día.
Amanece luego. Los soldados atisban a unos cabritos que cerca, desafían a los perros pastores que ladran mil denuncias. El abra del Quiñol muestra gotas de sangre. No importa. Urbano dice que los campesinos comentan. Entonces suben hasta la altura que los esconde. Aguardan el silencio y la calma hasta que pueden descender en busca del glorioso café. También pueden comer carne y arroz. Y luego marchar como exploradores que presienten el sitio sagrado. Encendida la radio, escuchan que León y Camba develan alguna traición. Y que Regis Debray se erige, lento y susurrante, en contra-mito, en filósofo de la antípoda, destructor del evangelio guerrillero.
Él escribe, perseguidor de quimeras, amigo de fuego de Guillén.

Tercer día.
Otro día que camina hacia el sacrificio final. Bajan quebradas y suben colinas buscando el atardecer. Los animales de la selva saben dibujar senderos seguros. Son los arquitectos de los caminos. Los hombres copian los itinerarios. Otra vez la radio Cruz del Sur informa que el Estado Mayor boliviano envía a la 4ª División para patrullar el bosque ralo. Se reinician marchas y contramarchas. La hipótesis de una pronta captura se derrama entre las hojas más verdes de la Quebrada de Churo.
Él escribe, predestinado verdugo de la opresión y la injusticia. Hermano nunca visto del Cortázar que caminó detrás de su estrella.

Cuarto día.
El Ejército nativo se acerca derrumbando la esperanza. Indiscretos, sospechan la cercanía. Benigno y Pacho buscan agua cerca de una casa pueblerina. Escondidos ven pasar a seis soldados mientras la sed agota las gargantas. Hasta Eustaquio llora por agua. La radio dice que en Camiri hablarán los testigos de Debray. Hubo que hacer algunas curaciones para frenar los dolores del peregrinaje. Inyectar medicina y coraje.
Él escribe, creciendo banderas en el luto de Neruda.

Quinto día.
Se desespera la selva amarga. Destila sangre. La Cruz del Sur amenaza el despliegue de más y más soldados contra uno, que aún explora el mapa definitivo y equivocado. Señala otra casa, en la que se puede cocinar después de calcinarse con sus compañeros, los últimos, bajo la plenitud del sol tropical. Mientras las carnes se asan, los que pueden recorren la proximidad que promete agua fresca. Y otra vez la radio asusta con el cadalso imperdonable. Los buscan, los rastrean, los huelen, los aspiran, los escupen.
Él escribe, plantando estandartes con los soles de Carlos Puebla.

Sexto día.
Hay nostalgias del noviembre pasado cuando disfrazados, entraron por Cochabamba en dos jeeps sospechados de tráfico de cocaína. Los jejenes y los mosquitos, las yaguasas y las garrapatas acompañaron a estos soldados que recorrían los arroyos, las hondonadas y los montes, indagando el camino de la libertad continental. Hay añoranzas por los rostros prolijos ahora oscuros de barba y barro. El túnel, las gallinas y los pavos, la humedad densa, Pombo y Pachungo cavando a la mañana. Tumaini y Ernesto por la tarde. Discusiones, acuerdos y desacuerdos entre cubanos y bolivianos. El año de mil novecientos sesenta y seis terminaba con un brindis confirmando que sus vidas y sus muertes advertían al mundo que era posible endurecerse sin perder la ternura.
Él escribe, retratando su propio fantasma en la poesía de Silvio.

Séptimo día.
Soñando la revolución y con un pasaporte uruguayo, con otro nombre y otro rostro, había llegado al escenario fértil de la Bolivia de los campesinos y de los mineros. Su ejército pequeño –cubanos y sudamericanos aliándose en un objetivo común- acampó en los poblados fronterizos. En una Casa Blanca de piratas y opulencia se pergeñaba la destrucción. En una escuelita blanca de adobe y tristeza se desplegaba el velo oscuro de la muerte. Ya todos mascullaban la derrota, desde Washington hasta Angola, desde Vallegrande hasta La Habana. Ël escribe que no hay que pelear hasta morir sino que hay que pelear hasta vencer, como transcribió Gelman, el abuelo desgarrado y renacido.

Octavo día.
El Ejército se acerca. Con certeza se acerca escudriñando palmo a palmo la selva. Los enfermos se adelantan, protegidos. El resto se queda en la retaguardia dispuestos a inmolar los sueños. El campesino delata. Nadie huye. Ni los otros ni éstos.
La mochila del comandante bajo unas piedras. Mario Terán avanza ciego, aunque por cuarenta minutos la duda le pesa en las manos y en la carabina. “Usted ha venido a matarme”. Llora América Latina. Los bronces se funden en ríos blandos y los mármoles erigen figuras transparentes y espectrales. Los disparos le deshacen las carnes y ahí nomás brota el hombre nuevo.
Yo escribo. El hijo rebelde rasgueó una zamba en el paraíso andino y alentó tempestades desde el océano hasta las cumbres. Se estiró su forma en eternidades. En Bolivia y en Cuba se instaló su alma. Y su voz resonó en Argentina. Las mujeres y los niños lo esperaron. Algunos hombres lo nombraron y lo siguieron. Dibujaron su rostro joven en las banderas, en las copas y en los racimos. Ya no es el tiempo del fusil. Ahora son rosas.

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